martes, 30 de noviembre de 2010

EDAD MODERNA www.creaula.com

Edad Moderna.

La Edad Moderna es el tercero de los periodos históricos en los que se divide tradicionalmente en Occidente la Historia Universal, desde Cristóbal Celarius. En esa perspectiva, la Edad Moderna sería el periodo en que triunfan los valores de la modernidad (el progreso, la comunicación, la razón) frente al periodo anterior, la Edad Media, que el tópico identifica con una Edad Oscura o paréntesis de atraso, aislamiento y oscurantismo. El espíritu de la Edad Moderna buscaría su referente en un pasado anterior, la Edad Antigua identificada como Época Clásica.

El paso del tiempo ha ido alejando de tal modo esta época de la presente que suele añadirse una cuarta edad, la Edad Contemporánea, que aunque no sólo no se aparte, sino que intensifica extraordinariamente la tendencia a la modernización, lo hace con características sensiblemente diferentes, fundamentalmente porque significa el momento de triunfo y desarrollo espectacular de las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacen de forma paralela: la nación y el Estado.

En la Edad Moderna se integraron los dos mundos humanos que habían permanecido aislados desde la Prehistoria: el Nuevo Mundo (América) y el Viejo Mundo (Eurasia y África). Cuando se descubra el continente australiano se hablará de Novísimo Mundo.

La disciplina historiográfica que la estudia se denomina Historia Moderna, y sus historiadores, "modernistas" (aunque no deben confundirse con los seguidores del modernismo, estilo artístico y literario, y movimiento religioso (Modernismo teológico), de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX).

Localización en el espacio

En su tiempo se consideró que la Edad Moderna era una división del tiempo histórico de alcance mundial, pero hoy en día suele acusarse a esa perspectiva de eurocéntrica (ver Historia e Historiografía), con lo que su alcance se restringiría a la historia de la Civilización Occidental, o incluso únicamente de Europa. No obstante, hay que tener en cuenta que coincide con la Era de los Descubrimientos y el surgimiento de la primera economía-mundo.1 Desde un punto de vista aún más restrictivo, únicamente en algunas monarquías de Europa Occidental se identificaría con el periodo y la formación social histórica que se denomina Antiguo Régimen.

Localización en el tiempo

La fecha de inicio más aceptada es la toma de Constantinopla por los turcos en el año 1453 -coincidente en el tiempo con la invención de la imprenta y el desarrollo del Humanismo y el Renacimiento, procesos a los que contribuyó por la llegada a Italia de exiliados bizantinos y textos clásicos griegos-, aunque también se han propuesto el Descubrimiento de América (1492) y la Reforma Protestante (1517) como hitos de partida.

En cuanto a su final, la historiografía anglosajona asume que estamos aún en la Edad Moderna (identificando al periodo XV al XVIII como Early Modern Times -temprana edad moderna- y considerando los siglos XIX y XX como el objeto central de estudio de la Modern History), mientras que las historiografías más influidas por la francesa denominan el periodo posterior a la Revolución francesa (1789) como Edad Contemporánea. Como hito de separación también se han propuesto otros hechos: la independencia de los Estados Unidos (1776), la Guerra de Independencia Española (1808) o la Guerra de Independencia Hispanoamericana (1809-1824). Como suele suceder, estas fechas o hitos son meramente indicativos, ya que no hubo un paso brusco de las características de un período histórico a otro, sino una transición gradual y por etapas, aunque la coincidencia de cambios bruscos, violentos y decisivos en las décadas finales del siglo XVIII y primeras del XIX también permite hablar de la Era de la Revolución.2 Por eso, deben tomarse todas estas fechas con un criterio más bien pedagógico. La edad moderna transcurre más o menos desde mediados del siglo XV a finales del siglo XVIII.

Caracterización

El carácter más trascendental que trae la Edad Moderna es, sin duda, lo que Ruggiero Romano y Alberto Tenenti denominan «la primera unidad del mundo»

Elemento consustancial a la Edad Moderna (especialmente en Europa, primer motor de los cambios) es su carácter transformador, paulatino, dubitativo incluso, pero decisivo, de las estructuras económicas, sociales, políticas e ideológicas propias de la Edad Media. Al contrario de lo que ocurrirá con los cambios revolucionarios propios de la Edad Contemporánea, en que la dinámica histórica se acelera extraordinariamente, en la Edad Moderna la inercia del pasado y el ritmo de los cambios son lentos, propios de los fenómenos de larga duración. Como se indica arriba, no hubo un paso brusco de la Edad Media a la época moderna, sino una transición. Los principales fenómenos históricos asociados a la Modernidad (capitalismo, humanismo, estados nacionales, etcétera) venían preparándose desde mucho antes, aunque fue en el paso de los siglos XV a XVI en donde confluyeron para crear una etapa histórica nueva. Estos cambios se produjeron simultáneamente en varias áreas distintas que se retroalimentaban: en lo económico con el desarrollo del capitalismo; en lo político con el surgimiento de estados nacionales y de los primeros imperios ultramarinos; en lo bélico con los cambios en la estrategia militar derivados del uso de la pólvora; en lo artístico con el Renacimiento, en lo religioso con la Reforma Protestante; en lo filosófico con el Humanismo, el surgimiento de una filosofías secular que reemplazó a la Escolástica medieval y proporcionó un nuevo concepto del hombre y la sociedad; en lo científico con el abandono del magister dixit y el desarrollo de la investigación empírica de la ciencia moderna, que a la larga se interconectará con la tecnología de la Revolución industrial. Ya para el siglo XVII, estos fuerzas disolventes habían cambiado la faz de Europa, sobre todo en su parte noroccidental, aunque estaban aún muy lejos de relegar a los actores sociales tradicionales de la Edad Media (el clero y la nobleza) al papel de meros comparsas de los nuevos protagonistas: el Estado moderno, y la burguesía.

Desde una perspectiva materialista, se entiende que este proceso de transformación empezó con el desarrollo de las fuerzas productivas, en un contexto de aumento de la población (con altibajos, desigual en cada continente y aún sometida a la mortalidad catastrófica propia del el Antiguo Régimen demográfico, por lo que no puede compararse a la explosión demográfica de la Edad Contemporánea). Se produce el paso de una economía abrumadoramente agraria y rural, base de un sistema social y político feudal, a otra que sin dejar de serlo mayoritariamente, añadía una nueva dimensión comercial y urbana, base de un sistema político que se va articulando en estados-nación (la monarquía en sus variantes autoritaria, absoluta y en algunos casos parlamentaria); cambio cuyo inicio puede detectarse desde fechas tan tempranas como las de la llamada revolución del siglo XII y que se precipitó con la crisis del siglo XIV, cuando se abre la transición del feudalismo al capitalismo que no se cerrará hasta el siglo XIX.
El nuevo actor social que aparece y al que pueden asociarse los nuevos valores ideológicos (el individualismo, el trabajo, el mercado, el progreso ...) fue la burguesía. No obstante, el predominio social de clero y nobleza no es discutido seriamente durante la mayor parte de la Edad, y los valores tradicionales (el honor y la fama de los nobles, la pobreza, obediencia y castidad de los votos monásticos) son los que se imponen como ideología dominante, que justifica la persistencia de una sociedad estamental. Hay historiadores que niegan incluso que la categoría social de clase (definida con criterios económicos) sea aplicable a la sociedad de la Edad Moderna, que prefieren definir como una sociedad de órdenes (definida por el prestigio y las relaciones clientelares).13 Pero desde una perspectiva más amplia, considerando el periodo en su conjunto, es innegable que poderosas fuerzas, aquéllas en que se basan esos nuevos valores, estaban en conflicto y chocaron, a la velocidad de los continentes, con las grandes estructuras históricas propias de la Edad Media (la Iglesia Católica, el Imperio, los feudos, la servidumbre, el privilegio) y otras que se expandieron durante la Edad Moderna, como la colonia, la esclavitud y el racismo eurocentrista. La Era de las Revoluciones fue un cataclismo final que no se produjo sino cuando se hubo concentrado una energía suficiente.

Mientras este conflicto secular se desarrollaba en Europa, la totalidad del mundo, conscientemente o no, fue afectada por la expansión europea. Como se ha visto en Secuenciación, para el mundo extraeuropeo la Edad Moderna significa la irrupción de Europa, en mayor o menor medida según el continente y la civilización, a excepción de una vieja conocida, la islámica, cuyo campeón, el Imperio Turco, se mantuvo durante todo el periodo como su rival geoestratégico. Para América la Edad Moderna significa tanto la irrupción de Europa como la gesta de la independencia que dio origen a los nuevos estados nacionales americanos.

la primera unidad del mundo

En 1531, al abrirse la nueva Bolsa de Amberes, una inscripción advertía que era in usum negotiatorum cuiuscumque nationis ac linguae: para uso de los hombres de negocios de cualquier nación y lengua. Es en un hecho como éste y en muchos otros de naturaleza semejante, más aún que en los aspectos externos del gigantismo político o económico, donde nos parece que debe buscarse el sentido profundo del período... Ahora se crea una primera unidad del mundo: las técnicas circulan velozmente; los productos y los tipos de alimentación se difunden; la cocina española, el trigo, el carnero, los bovinos se introducen en América; a más o menos largo plazo, el maíz, la patata, el chocolate, los pavos llegan a Europa. En los Balcanes, las pesadas confituras turcas van penetrando lentamente; las bebidas turcas -o la manera turca de prepararlas- se consolidan. Por todas partes, los paisajes cambian: los templos de las religiones de la América precolombina son sustituidos por iglesias católicas, y en las encrucijadas de los caminos de América se levantan ahora cruces; en los Balcanes, los alminares se alzan al lado de las iglesias ortodoxas. Intercambios de técnicas, de culturas, de civilizaciones, de formas artísticas: la rueda -desconocida en América- se introduce en el nuevo mundo; los pintores italianos llegan a las cortes de los sultanes (así, Gentile Bellini termina, en 1480, el finísimo retrato de Mohamed el Conquistador). Una vasta economía mundial extiende sus hilos alrededor del globo: el camino de las monedas del Imperio español, los famosos «reales de a ocho», acuñadas en las casas de moneda americanas, se hace cada vez más largo y, tras el viaje tras atlántico, llegan en pequeñas o grandes etapas hasta el Extremo Oriente, para ser cambiadas por especias, sedas, porcelanas, perlas ... El trigo del Báltico llega hasta la región atlántica de la Península Ibérica, y hacia 1590 entrará masivamente hasta el Mediterráneo; el azúcar, de las islas atlánticas o del Brasil, empieza a llegar en grandes cantidades a los mercados europeos; se democratizan algunos productos -como la pimienta- considerados hasta entonces de lujo o, por lo menos, privilegiados. La modernidad de esta época, en torno a la cual generaciones enteras de historiadores han discutido para captar su presencia en mil aspectos, en mil ideas, se afirma, precisamente, en esta primera unidad del mundo. Pero ésta es aún demasiado frágil: si las líneas de navegación enlazan ya con gran regularidad los distintos continentes, la piratería o las dificultades técnicas de la navegación rompen aquella regularidad; si los sueños imperiales -y unificadores- de un Carlos V parecen, por momentos, hacerse realidad a la luz de las victorias, se desvanecen muy fácilmente en la tristeza de las derrotas… y en las grandes escisiones internas que aparecen en Europa en el plano religioso, o en los gérmenes de …la conciencia nacional que ahora empieza a desarrollarse.

El papel de la burguesía

Los burgueses, nombre que se dio en la edad media europea a los habitantes de los burgos (los barrios nuevos de las ciudades en expansión), tienen una posición ambigua en la Edad Moderna. Una visión lineal, que tome como punto de llegada la Revolución Burguesa, les buscará emplazándose a sí mismos fuera del sistema feudal, como hombres libres que, en Europa, se hicieron poderosos gracias a la creación de redes comerciales que la abarcaban de norte a sur. Ciudades que habían conseguido una existencia libre entre el imperio y el papado, como Venecia y Génova, crearon verdaderos imperios comerciales. Por su parte, la Hansa dominó la vida económica del Mar Báltico hasta el siglo XVIII. Las ciudades eran islas en el océano feudal, pero el que la burguesía fuera realmente un disolvente del feudalismo, o más bien un testimonio de su dinamismo, al crecer con el excedente que los señores extraen en sus feudos, es un tema que ha discutido extensamente la historiografía.14 El mismo papel de la ciudad europea durante la Edad Moderna puede considerarse un proceso de larga duración dentro del milenario proceso de urbanización: la creación de una red urbana, preparación necesaria para el cumplimiento de las funciones sociales del mundo industrial moderno. A la línea de meta llegaron con ventaja metrópolis como Londres y París en el siglo XVIII; por el camino quedaron rezagadas, sin capacidad de articular una economía nacional de dimensiones suficientes para el despegue industrial, Lisboa, Sevilla, Madrid, Nápoles, Roma, Viena... y jugando en otra división (no de tamaño, sino funcional) Ciudad de México, Moscú o San Petesburgo, Estambul, Alejandría, El Cairo, Pekín.15

Aunque la diferencia de posición económica era enorme entre alta burguesía, baja burguesía y plebe empobrecida, no lo estaba en muchos extremos por su condición social: todas eran pueblo llano. La diferenciación entre burguesía y campesinado es aún más significativa, pues fuera de las ciudades es donde vivía la inmensa mayoría de la población, dedicándose a actividades agropecuarias de muy escasa productividad, lo que las condenaba a la invisibilidad histórica: la producción documental, que florece de forma extraordinaria en la Edad Moderna (no sólo con la imprenta, sino con la fiebre burocrática del estado y de los particulares: registros económicos, protocolos notariales...) es esencialmente urbana. Los fondos de los archivos europeos empiezan ya a competir en densidad de fuentes documentales con enorme ventaja frente a los chinos, de milenaria continuidad.

También puede verse a la burguesía como un aliado del absolutismo, o como un agregado social sin verdadera conciencia de clase, cuyos individuos prefieren la "traición" que les permite el ennoblecimiento por compra o matrimonio, sobre todo cuando la ideología dominante persigue el lucro y santifica la renta de la tierra.16 Su papel como agente revolucionario había ocasionado las revueltas populares urbanas de la Edad Media, y continuará vivo pero errático en las de la Edad Moderna, algunas teñidas de ideología religiosa, otras de revuelta antifiscal o incluso de motines de subsistencia.17

En otros continentes, la caracterización social de una clase definida por su actividad urbana, su identificación con el capital y la condición de no privilegiada, es mucho más problemática. No obstante, se ha aplicado el término en Japón, cuya formación económico social ha sido asimilada al feudalismo, y con muchas más dificultades en China, aunque las interpretaciones de su historia están muy vinculadas a posiciones ideológicas.

El mundo islámico tenía desde sus orígenes una fuerte componente comercial, con un desarrollo impresionante de las rutas a larga distancia (navieras y caravaneras), y una artesanía superior a la europea en muchos aspectos, pero el desarrollo de las fuerzas productivas demostró ser menos dinámico, y con éstas la dinámica social. Los mercaderes árabes o el zoco, sin dejar de ser bullicioso y reflejar el descontento popular en periodos de crisis, no estuvieron nunca en condiciones de significar un desafío a las estructuras.

América fue desde el comienzo de su colonización una tierra de promisión donde hacer experimentos de ingeniería social. Las reducciones jesuíticas o los peregrinos del Mayflower son casos extremos, siendo el fenómeno más importante la ciudad colonial hispánica, con su urbanismo trazado a cordel a partir de una amplia Plaza Mayor sobre tierras vírgenes o ciudades precolombinas, a veces incluso convirtiéndose en ciudad peregrina, cambiando su emplazamiento por terremotos o condiciones sanitarias. Es posible encontrar la formación de una burguesía en América durante la Edad Moderna, en las colonias británicas del norte, y en los criollos hispanoamericanos, que impulsarán los procesos de independencia y contribuirán decisivamente al final del Antiguo Régimen y la plasmación de los valores de la Edad Contemporánea.

Las exploraciones patrocinadas por las monarquías europeas (en Portugal, el caso precoz de Enrique el Navegante), y protagonizadas por personajes como Cristóbal Colón, Juan Caboto, Vasco de Gama o Hernando de Magallanes, se aventuraron en mares desconocidos y llegaron a tierras que eran desconocidas por los europeos, aprovechando una serie de mejoras náuticas: la brújula y la carabela. La relación que el espíritu individualista y la búsqueda la fama pudieran tener con los valores burgueses no es tan clara: no supone ninguna novedad desde tiempos de Marco Polo y tiene posiblemente más relación con el espíritu caballeresco y los valores nobiliarios de la baja edad media.18 Aprovechando sus descubrimientos, España, Portugal y Holanda primero, y Francia e Inglaterra después, construyeron imperios coloniales, cuyas riquezas, sobre todo la extracción de oro y plata de América, estimularon aún más la acumulación de capital y el desarrollo de la industria y el comercio, aunque a veces más fuera del propio país que dentro, como fue el caso de la castellana, que sufrió las consecuencias de la Revolución de los Precios y una política económica, el mercantilismo paternalista que busca más la protección del consumidor (y de los privilegiados) que la del productor.

Fuera de Inglaterra y Holanda, en el siglo XVII, la burguesía tenía un poder económico relativo, y ningún poder político. No sería propio decir que llegó a sus manos ni siquiera cuando reyes como Luis XIV empezaron a llamar a burgueses como ministros de estado, en vez de la vieja aristocracia.

El poder de los reyes

En Europa Occidental, desde finales de la Edad Media algunas monarquías tienden a la formación de lo que a finales de la Edad Moderna podrá identificarse como estados nacionales, en espacios geográficamente definidos y con mercados unificados de una dimensión adecuada para la modernización económica. Sin llegar a los extremos del nacionalismo del siglo XIX y XX, la identificación de algunas monarquías con un carácter nacional se hace evidente, y se buscan y exageran esos rasgos, que pueden ser las leyes y costumbres tradicionales, la religión o la lengua. En ese sentido van la reivindicación de la lengua vernácula para la corte de Inglaterra (que durante toda la Edad Media hablaba el francés) o la argumentación de Nebrija a los Reyes Católicos en su Gramática Castellana de que, deben imitar a Roma y al latín porque la lengua va con el imperio (originándose una serie de orgullosas defensas del español en actos diplomáticos).19

Este proceso no fue ni continuo ni sin altibajos, y no estaba claro en sus comienzos si iba a triunfar la Idea Imperial de Carlos V, el mosaico multinacional dinástico de los Habsburgo o la expansión europea del Imperio otomano. Si en el siglo XVIII parecían fuertemente establecidos los actuales Estados de España, Portugal, Francia, Inglaterra, Suecia, Holanda o Dinamarca, nadie podía haber previsto el destino de Polonia, repartido entre sus vecinos. Los intereses dinásticos de las monarquías eran cambiantes y produjeron a lo largo de la Edad Moderna inacabables intercambios de territorios, por razones bélicas, matrimoniales, sucesorias y diplomáticas, que hacían que las fronteras fueran cambiantes, y con ellas los súbditos.

El aumento del poder de los reyes se centró en tres direcciones: eliminación de todo contrapoder dentro del Estado, expansión y simplificación de las fronteras políticas (el concepto de fronteras naturales) en competencia con los demás reyes, y eliminación de estructuras feudales supranacionales (las dos espadas: el Papa y el Emperador).

Las monarquías autoritarias intentaron liquidar a toda posible oposición. En el siglo XVI aprovecharon la Reforma Protestante para separarse de la Iglesia Católica (principados alemanes y monarquías escandinavas) o bien para identificarse con ella (la monarquía del Rey Cristianísmo de Francia o la del Rey Católico de España), aunque no sin conflictos (como prueba las polémicas en torno al regalismo, o el galicanismo). La monarquía inglesa del Defensor de la Fe (Enrique VIII, María Tudor e Isabel I) intentó alternativamente una u otra opción para decantarse finalmente por una salida intermedia entre ambas (el anglicanismo). Los reyes intentaron imponer la unidad religiosa a sus súbditos: en España los Reyes Católicos expulsaron a los judíos y Felipe III a los moriscos, en Inglaterra el anglicano Enrique VIII persiguió a los católicos, y en Francia Richelieu persiguió a los protestantes. El principio cuius regio eius religio (la religión del rey ha de ser la religión del súbdito) fue el director de las relaciones internacionales desde la Dieta de Augsburgo, aunque no consiguió evitar las guerras de religión hasta la firma de los Tratados de Westfalia (1648).

Otro frente de batalla fue la nobleza, que en ocasiones se resiste al aumento del poder real, como en la Guerra de las Comunidades de Castilla (1521), la Fronda francesa de 1648, o las conspiraciones con ocasión de la crisis de 1640 contra el Conde-Duque de Olivares en distintos puntos de la Monarquía Hispánica. No debe interpretarse esto como una identificación de los intereses de clase de la burguesía y la monarquía, que puede apoyarse en ella, sabiendo que es su principal fuente de ingresos, pero, al menos en las zonas en que puede hablarse de sociedades de Antiguo Régimen, se identifica mucho más claramente con los intereses de la clase dominante: los privilegiados (nobleza y clero). En esas mismas ocasiones las revueltas también mostraron un componente de particularismo regional que se opone a la centralización, la resistencia de instituciones que pueden funcionar como contrapeso a la corona (Parlamentos judiciales o legislativos), o un carácter antifiscal. En el caso más favorable al poder real, el francés, resultó en una monarquía absoluta identificada con eln estado unitario y centralizado. Mientras tanto, primero en Holanda (tras su independencia) y luego en Inglaterra (tras la Guerra Civil Inglesa) se experimenta el funcionamiento de la monarquía parlamentaria en respuesta a otra formación económico social.

Revolución militar.

También el arte militar experimentó profundos cambios, que fueron correlativos a los cambios políticos que se vivían en ese tiempo. La introducción de las armas de fuego marcó el final de la época de los caballeros feudales, y el inicio del predominio de la infantería. Aunque los primeros usos de la pólvora fueron en China, su empleo militar fue fundamentalmente europeo durante la Edad Moderna. El código del honor del caballero medieval veía las armas de fuego como un insulto a la valentía, que permitía abatir al mejor caballero por el más ruin villano mercenario, pero su aceptación, desarrollo y sofisticación en Europa es una de las claves de su expansión durante la Edad Moderna. Los cambios sociales que produjo en su interior terminaron, paradójicamente, incluyendo su uso en los duelos por honor.
Ya la Guerra de los Cien Años había supuesto una humillación de la nobleza francesa frente a los arqueros ingleses, pero fue la artillería, que se experimentó en las últimas fases de la Reconquista (parece ser que los defensores musulmanes la usaron en la toma de Niebla en el siglo XIII, y los cristianos desde la época de Alfonso XI), la que demostrará ser el arma decisiva, cuyo coste, inasumible por ningún noble particular, solo podía ser sufragado por los crecientes recursos de las monarquías autoritarias, con lo que el ejército moderno pasará a ser uno de sus atributos. La Guerra de Granada será decisiva para la conformación de una unidad militar compleja y bien articulada: los tercios, que se probarán exitosamente en Italia bajo el mando del Gran Capitán frente a los ejércitos franceses, al tiempo que se internacionalizan con mercenarios de todas las nacionalidades. Los suizos y los lansquenetes alemanes serán los más afamados. Por primera vez desde el Imperio romano, las guerras europeas se libraban con una visión estratégica continental que ponía a su servicio crecientes aparatos estatales: era mayor proeza "poner una pica en Flandes" desde el punto de vista económico que desde el puramente táctico, y las batallas diplomáticas no fueron menos decisivas que las reales para cerrar o mantener abierto el llamado camino español.

Al mismo tiempo, la ingeniería dio pasos de gigante, perfeccionando una nueva fórmula de defensa: el bastión. Estimulados por el desafío de los artilleros, ingenieros militares entre los que se encontraba el propio Leonardo da Vinci entablan con ellos una carrera de armamentos que no ha parado hasta hoy.

Como consecuencia, las campañas medievales, enfrentamientos de huestes reclutadas por los lazos del vasallaje se transformaron en verdaderas guerras de asedio y desgaste del enemigo, utilizando tropas profesionales, mercenarias, lo que en parte explica la enorme crueldad creciente de los conflictos hasta el siglo XVII. Para el siglo XVIII, las guerras, sometidas a método y cálculo académico, experimentaron un notable cambio, transformándose en campañas atemperadas, voluntariamente limitadas y con prolijas maniobras, en donde los generales arriesgaban poco y cuidaban mucho a sus tropas (famoso fue en ello el rey sargento, Federico Guillermo I de Prusia). Los uniformes, las banderas y la música militar se codifican de forma exquisita (el himno y la bandera de España provienen de esta época). Este esquema regiría los campos de batalla europeos hasta la llegada de Napoleón Bonaparte, primer general que aprovechó a gran escala el reclutamiento masivo producto del servicio militar obligatorio o nación en armas, ignorando los rangos aristocráticos que en los ejércitos de las monarquías absolutas reservaban los puestos directivos a gente de no probada valía, mientras que para él cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal. Pero eso fue ya en un periodo histórico diferente, la Edad Contemporánea, en el que, tras el intento de bloqueo continental contra la industria inglesa y las teorizaciones de Clausewitz, se terminará hablando de la guerra total, un concepto ajeno al periodo de la Edad Moderna, en que la vida económica y social seguía en buena parte ajena a las batallas.

La religión.

Como probaban las herejías urbanas medievales reprimidas por la Inquisición y la Orden Dominicana, la Iglesia Católica se encuentra en conflicto con la nueva vida urbana, y había mirado sus transformaciones con reticencia, aunque también demostró una gran capacidad de asimilación de los elementos disolventes (Orden Franciscana y devotio moderna de Tomás de Kempis). En el Siglo XIV había vivido la Cautividad de Aviñón y el Cisma de Occidente, y en el XV vivió un proceso de acrecentamiento del poder temporal. Ejemplos de Papas mundanos fueron, por ejemplo, Alejandro VI y Julio II, este último apodado, y no sin razón, el «Papa guerrero». Para financiarse, recurrió de manera cada vez más escandalosa a la venta de indulgencias, lo que excitó las protestas de John Wycliff, Jan Hus y Martín Lutero. Este último, cuando la Iglesia lo llamó a someterse, se rehusó, señalando que la única fuente de autoridad eran las Sagradas Escrituras. Era esta una nueva visión de la relación entre el hombre y Dios, personalista e intimista, más acorde con los valores de la modernidad y muy diferente a la idea social y comunitaria de la religión que tenía el Catolicismo medieval. Entre los numerosos seguidores de Lutero no fue posible la uniformidad (la interpretación libre de la Biblia y la negación de autoridad intermedia entre Dios y el hombre lo hacían imposible), y así Ulrico Zwinglio, Juan Calvino o John Knox, fundaron iglesias reformadas que se expandieron geográficamente convirtiendo a Europa en un mosaico de creencias rivales. Se ha propuesto24 que el calvinismo y la doctrina de la predestinación son posiblemente una contribución esencial a la conformación del espíritu burgués capitalista, al exaltar el trabajo y el triunfo personal. No obstante, no es imposible encontrar una versión católica del mismo espíritu, como fue el jansenismo; lo que abundaría en la tesis materialista de que más que una determinación ideológica fueron las diferentes condiciones de la estructura económica del norte y el sur de Europa las que influyeron en su divergente historia a lo largo de la Edad Moderna.

La Iglesia Católica reaccionó tardíamente, a finales del siglo XVI, imponiendo una serie de cambios internos en el Concilio de Trento (1545–1563). Estrellas de esta reforma fueron Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús. Sin embargo, no pudo hacer regresar a la obediencia católica a numerosas naciones reformadas. La Alemania del norte, Escandinavia y Gran Bretaña ya no volverían al catolicismo, mientras que Francia se debatiría durante años de conflictos internos por causa religiosa, hasta que en 1685 Luis XIV revocó el Edicto de Nantes, que garantizaba la tolerancia católica hacia los hugonotes, y los expulsó. El triunfo de la Contrarreforma se centró en la Europa danubiana, la Alemania del sur y Polonia. Irlanda, las penínsulas ibérica e itálica, además de los recién ganados dominios ultramarinos españoles en América, permanecieron católicos.

Todo esto sucedió en medio de un terrible periodo de guerras de religión: en Alemania, los príncipes católicos se apoyaron en Carlos V contra los príncipes protestantes, al tiempo que surgían movimientos sociales como la guerra de los campesinos o los anabaptistas, perseguidos sangrientamente por ambos bandos, con la bendición expresa tanto del Papa como de Lutero; en Francia, la no menos violenta Matanza de San Bartolomé (1572) fue sólo un episodio de su particular y prolongada serie de guerras de religión, en las que la distintos grupos sociales se encuadran en bandos nobiliarios con opuestas pretensiones políticas, dinásticas y alianzas exteriores; la Guerra de los Ochenta Años que supone la separación de los Países Bajos en un norte protestante y un sur católico; en su última fase (tras una Tregua de los doce años) simultánea a la Guerra de los Treinta Años (1614-1648) en el Sacro Imperio, que terminó transformándose en un conflicto europeo generalizado.

La expansión europea significa la desaparición o sumisión de muchas religiones indígenas en los territorios ocupados por los europeos. Excepcionalmente, surge en el norte de la India una nueva religión: el sijismo.

En América Latina el catolicismo fue impuesto como religión prácticamente exclusiva siguiendo los lineamientos de la Contrarreforma, pero al mismo tiempo las antiguas religiones y creencias precolombinas y africanas reprimidas, reaparecieron reformulando el cristianismo mediante el sincretismo religioso. Un ejemplo de ello es la fusión de cultos como el de la Pachamama y la Virgen María en la región andina y la presencia de los orishás de la religión yoruba en la santería y el candomblé. El catolicismo latinoamericano, especialmente en sus vertientes más ligadas a las culturas de los pueblos originarios y afroamericanos, abrió camino a nuevos enfoques ante los derechos humanos, la naturaleza, la igualdad social y el republicanismo, alcanzando expresiones destacadas en casos como el de Bartolomé de las Casas y las Misiones Jesuíticas.

La otra gran religión expansiva, el Islam, no tiene una separación de autoridades civiles y religiosas, lo que no significa necesariamente un mayor fundamentalismo, y la prueba habían sido los periodos de tolerancia y fértil intercambio cultural de la Edad Media. Los Imperios Turco, Safávida o Mogol no fueron menos, sino más tolerantes en lo religioso que la Monarquía Católica o la Ginebra de Juan Calvino, y el Mediterráneo Oriental (Balcanes incluidos) fue durante toda la Edad Moderna un mosaico étnico y religioso que acogió la diáspora sefardí de forma equivalente a como lo hizo Ámsterdam. No obstante, en la Europa cristiana el humanismo renacentista (en principio, la simple reivindicación de los studia humanitatis frente a la teología) va acentuando la separación de los ámbitos religioso y laico.

El erasmismo o conceptos como la libertad de conciencia no sólo abren el paso a otras religiones (protestantismo), sino a nuevas actitudes del hombre ante la naturaleza, como la duda cartesiana, el racionalismo y el empirismo. Muy diferentes entre sí, la indiferencia religiosa, los libertinos, la masonería, el panteísmo, el agnosticismo y el ateísmo empezarán a ser consideradas como posturas imaginables -aunque de ninguna manera toleradas- y ganarán terreno a medida que avancen los siglos de la Edad Moderna. La trayectoria personal e intelectual de Voltaire significará un referente que quedará fijado en el espíritu enciclopedista. La descristianización ligada a la Revolución francesa hará posible en un efímero episodio un culto secular a la Diosa Razón, bajo un calendario revolucionario privado de toda huella litúrgica.

Arte Moderno

Lo que hoy consideramos arte moderno no es la producción artística de la Edad Moderna, sino nuestro arte contemporáneo: las vanguardias europeas en torno a 1900, que de hecho significan una reacción contra el arte europeo de la Edad Moderna, que se consideraba acartonado por el academicismo y limitado por la sujeción al principio de imitación a la naturaleza; no así contra el arte extraeuropeo, que se recibe con admiración por su exotismo (estampas japonesas y tallas africanas). Incluso, desde otra perspectiva, hubo una escuela pictórica inglesa (el prerrafaelismo) que pretendía volver a la pureza de los primitivos italianos y primitivos flamencos anteriores al siglo XVI y al divino Rafael.

Por tanto, a las creaciones culturales que se produjeron entre los siglos XV y XVIII les deberemos llamar "Arte de la Edad Moderna", con la suficiente distancia intelectual sobre él para considerarlo, aunque esté claro que el concepto de "moderno" (también para lo que hoy llamamos así) será siempre provisional.

Esta reflexión no es en absoluto reciente: en Europa, el Renacimiento de los siglos XV y XVI inicia y se identifica con el concepto de modernidad,34 identificándola con la ruptura frente al arte medieval (despreciado por los italianos mediterráneos y añorantes de la antiguas glorias imperiales con el adjetivo de gótico, es decir, propio de godos, bárbaros del norte de Europa) y con la imitación (mímesis) tanto de los modelos que se consideraban clásicos (el arte grecorromano) como (sobre todo) de la naturaleza. No conviene olvidar, no obstante, que la clave de la riqueza creativa de la época fue el intercambio entre Italia y Flandes. Los flamencos se enamoran de las montañas italianas, de las que ellos carecen, y las reproducen en sus tablas; los italianos aprovechan muchas de las innovaciones técnicas que provienen de estos bárbaros del norte (el óleo). La investigación sobre la perspectiva se hace con criterios distintos, pero casi simultáneamente.
Pero el arte más representativo de la Edad Moderna quizá no es tanto el Renacimiento sino su continuación y antítesis: el Barroco,35 si consideramos que es el que alcanzó más extensión en el tiempo (siglos XVII y XVIII, en solapamiento con el Manierismo previo y el Rococó posterior) y el espacio (puede encontrarse desde la protestante Europa del Norte hasta la América colonial católica o las Filipinas). Este estilo se caracterizaba por ser visualmente recargado, y alejado de la simplicidad y búsqueda de la armonía propias del Renacimiento pleno. Aunque se discute su etimologías posibles, suele hacérsele sinónimo a "extraño", "irregular". Se postula que el Barroco nació como una reacción a la crisis de la confianza humanista y renacentista en el ser humano, lo que explica su potente carácter religioso, así como el abandono de la simplicidad clásica para intentar expresar la grandeza del infinito, y la predilección por motivos grotescos o «feos», realistas, que contradice la búsqueda de la belleza ideal renacentista. Se ha hablado también de una cultura del barroco, del equívoco y lo efímero, coincidiendo con la llamada crisis del siglo XVII, en la que se valoraba más la apariencia que la esencia, la escenografía que la solidez.
Esto no quiere decir, de todas maneras, que el Barroco haya renunciado totalmente al Clasicismo. No en balde, uno de los más grandes monumentos de la arquitectura barroca es el Palacio de Versalles, construido en torno a la noción del culto al dios solar Apolo, como representación del monarca Luis XIV, el Rey Sol. La europa del siglo XVIII se llenará de réplicas de Versalles, a veces pasados por la sensibilidad local, como los palacios vieneses. Habría un barroco primero, el profundo y concentrado de Caravaggio y el tenebrismo, un barroco pleno, triunfante, el de Bernini o Rubens, y un barroco final, el de mayor exceso decorativo, de Churriguera y los interiores rococó.
Arte colonial en el Nuevo Mundo

El urbanismo barroco requiere la vivencia de la ciudad como un escenario artificioso, más allá de los edificios o monumentos singulares, en el que las perspectivas glorifiquen los espacios representativos del poder siguiendo un programa iconográfico que el entendido sea capaz de leer (por ejemplo, la Plaza de San Pedro en el Vaticano o el Paseo del Prado de Madrid). La integración de todos los artes y todos los sentidos se produce en algunas ocasiones de forma sublime, en el tiempo y el espacio de la fiesta, como la Semana Santa de Sevilla o la de Murcia, o los Carnavales de Venecia o de Oruro. El barroco protestante, más individualista, produce los espléndidos interiores de Vermeer o la competitiva mole de la Catedral de San Pablo de Londres, rival de la de San Pedro de Roma.

La interpretación pendular de la Historia del Arte37 se corresponde bien con la vuelta a la disciplina academicista a mediados del siglo XVIII, cuando el redescubrimiento de las ruinas romanas de Pompeya y Herculano puso de moda nuevamente el arte clásico. Esta vez, quienes se inspiraron en él lo hicieron de manera aún más rigurosa que en el Renacimiento, generando así el llamado Neoclasicismo. El Neoclasicismo es considerado muchas veces como un arte de transición a la Edad Contemporánea, porque se lo asocia políticamente no al Absolutismo, sino a la Revolución francesa y al Imperio Napoleónico.

El teatro y la música

Esas dos artes alcanzan una madurez sublime en la Edad Moderna. Mientras en muchas culturas del mundo se habían alcanzado expresiones refinadísimas de formas teatrales y musicales sagradas, como las danzas balinesas basadas en la mitología hindú (Katchak y Barong), en el siglo XVII, de una forma simultánea en cada extremo del mundo, se desarrollan paralelamente el kabuki japonés, y los teatros clásicos de las tres principales culturas de Europa Occidental (éstas sí interrelacionadas): el español (Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina), el inglés (William Shakespeare) y el francés (Jean Racine, Pierre Corneille y Molière). En el surgimiento del teatro clásico europeo confluyen tradiciones medievales, tanto de escinificaciones religiosas (autos sacramentales) como profanas (titiriteros antepasados de los cómicos de la legua, aún presentes en la Comedia del arte, que también se dejará ver en la raíz de un teatro ilustrado como el de Carlo Goldoni), y se ahorman a la disciplina de las normas literarias clásicas, recuperadas de la antigüedad grecolatina en un extraordinario caso de resurrección arqueológica. Las artes escénicas comprenden también una música que, además de la tradición coral e instrumental eclesiástica medieval, recoge temas, aires y danzas populares e incluso, en algún caso, la influencia de otras civilizaciones (el siglo XVIII vivió una fiebre turca en lo musical, con incorporación de instrumentos y un peculiar sentido del ritmo de las potentes marchas militares otomanas). La llamada música clásica, que tiene sus primeros nombres sagrados en compositores barrocos como Johann Sebastian Bach, Vivaldi o Haendel, culmina con las cumbres del clasicismo musical (Haydn y Mozart). Niños prodigio como éste último o cantantes como el castrato Farinelli (que demostró tener más visión para los negocios) recorren europa "fichados" por las casas reales como los futbolistas actuales. Los instrumentos y las agrupaciones se van perfeccionando, quedando establecida la llamada música de cámara, adecuada a la escenografía de los palacios rococó, mientras que los teatros requieren mayores formaciones, pues acogen a un público más amplio, que, (a la espera de las sinfonías de Beethoven o los valses de Strauss), celebra La flauta mágica. Como forma musical, la ópera (nacida con el Orfeo de Monteverdi en 1607) sólo ha empezado a recorrer un camino que la llevará en el siglo XIX a ser un vehículo de la ideología revolucionaria (Giuseppe Verdi o Wagner), pero de momento sirve perfectamente para adaptar libretos tan subversivos como los de Beaumarchais (Las bodas de Fígaro de Mozart y El barbero de Sevilla, de Rossini).

Entre tanto, la música europea se difunde por el mundo, en primer lugar por las colonias americanas, donde es recibida y reelaborada con gran éxito, incluyendo los famosos indígenas músicos de las reducciones jesuíticas del Paraguay.

Ciencia y magia

El nuevo espíritu inquisitivo, que puede considerarse como parte de la mentalidad burguesa, produjo un cuestionamiento general de la sabiduría medieval, basada en el criterio de autoridad, y expresada en aforismos como «magister dixit» («el maestro lo ha dicho») o «Roma locuta, causa finita» («Roma ha hablado, la cuestión está terminada»). Nació así, ya en la Baja Edad Media, la investigación empírica de la naturaleza, aunque al menos hasta la Ilustración convivió con elementos que hoy nos sorprenden y que tendemos a calificar de irracionales: figuras como Paracelso (el constructor de la yatroquímica) o Nostradamus (respetadísimo por todos los reyes de Europa), que reclaman conocimientos mistéricos, son tan representativas del Renacimiento científico como el cirujano militar Ambroise Paré o el constructor de autómatas Juanelo Turriano. Los problemas que llevaron a la muerte a Giordano Bruno o Miguel Servet son justamente la no separación de las esferas de la ciencia y la religión. Casos menos trágicos, pero que hacen ver cómo no había una evidente separación entre el mundo de la ciencia y el de conocimientos menos metódicos son el de Johannes Kepler o John Dee, que se ganaban la vida como astrólogos, lo que les permitió acercarse al poder además de desarrollar otra faceta más científica de su producción intelectual, o el del propio Isaac Newton que, en este caso de forma oculta, tenía su lado oscuro relacionado con la alquimia.

El choque cultural entre los diversos pueblos del mundo (europeos, americanos, asiáticos, africanos) llevó a que las diferentes civilizaciones explotaran la credulidad y la condición «poco civilizada» que indefectiblemente asignaban a los otros, a partir de la predicción de eclipses, las técnicas antisísmicas, los hábitos higiénicos, las novedosas armas, los conocimientos sobre especies vegetales y animales, el uso de tecnologías nunca vistas por el otro. En algunos casos los «otros» fueron considerados dioses y en otros casos, animales.

La credulidad de los pueblos europeos adquiría formas específicas. Se seguían venerando reliquias e imágenes de diversos seres sobrenaturales (entre los católicos) o cruzando el mundo para fundar jerusalenes terrestres (entre los protestantes), acudiendo a los reyes para curar la escrófula, o exorcizándolos cuando estaban "hechizados" (Carlos II de España)... En pleno siglo XVIII Feijoo tenía que dedicarse a combatir supersticiones que al mismo tiempo eran mantenidas desde la cátedra de matemáticas de Salamanca (el inefable Diego de Torres Villarroel). El mundo del ocultismo y lo esotérico convivió entre los mismísimos ilustrados (el caso del napolitano Raimondo di Sangro).
La presencia de lo sobrenatural en la vida cotidiana era admitida por todas las esferas sociales, incluyendo movilizaciones colectivas de miedo, como la caza de brujas, más cruel e irracional en el norte europeo (supuestamente más "moderno") y en las colonias británicas, que en el sur (supuestamente más "atrasado") y en las colonias iberoamericanas.42 La percepción popular de los complicados debates teológicos estaba muy lejos de ser racional, en un mundo mayoritariamente iletrado (incluso con el esfuerzo divulgador de la escritura hecho por la Reforma gracias a la imprenta), y producía casos en los que la persecución inquisitorial se encontraba buscando herejías inexistentes, que los acusados eran incapaces de elaborar por sí mismos.43 La comparación con otras civilizaciones tampoco deja a la occidental en mejor lugar: la experiencia en Estambul de la lady inglesa Mary Montagu44 en fechas tan avanzadas como la primera mitad del siglo XVIII (que la permitió comparar a los effendi otomanos con pensadores tan secularizados como Alexander Pope o Jonathan Swift) es lo suficientemente ilustrativa.

1543 fue un año en el que aparecieron dos obras trascendentales: Nicolás Copérnico postuló por primera vez el Heliocentrismo cuestionando así el Geocentrismo del griego Tolomeo, mientras que Andrés Vesalio revisó la anatomía de Galeno. La senda abierta por ambos fue fructífera: en Física y Astronomía, los aportes acumulados de Tycho Brahe, Galileo Galilei y Johannes Kepler cambiaron la visión del universo, mientras que lo propio hacían en la Medicina Miguel Servet, William Harvey y Marcello Malpighi, entre otros. Toda una escuela de matemáticos italianos, como Bonaventura Cavalieri, prepararon las herramientas matemáticas necesarias para que Isaac Newton postulara de manera científica la Ley de la gravedad, con la publicación de los Principios matemáticos de filosofía natural en 1687.

Fue determinante para la construcción de la ciencia moderna la comunicación entre científicos que permitía el intercambio epistolar (fue particularmente enriquecedora la correspondencia de Newton con Leibniz), la publicación y la institucionalización (Royal Academy, Academia de Ciencias Francesa). Pero sería erróneo considerar que la sucesión de descubrimientos y el enlace de biografías de científicos conducía inevitablemente al nuevo paradigma. La resistencia al cambio era o parecía tan fuerte como las (no tan evidentes) pruebas de la nueva visión de la naturaleza: Tycho Brahe hizo jurar a Kepler no pasarse al bando copernicano; éste tuvo que hacer un costosísimo ejercicio de honestidad científica para defraudar a su maestro y a sus propias preconcepciones místicas de la armonía celeste; la retractación de Galileo no fue tan insincera como la visión romántica nos puede hacer creer, pues él mismo tenía un verdadero problema de conciliación de su fe con el testimonio de su razón y sus sentidos; el mismo Giovanni Cassini, que había sido capaz de la extraordinaria proeza de convertir en reloj a los satélites de Júpiter (lo que permitió dar la primera estimación de la velocidad de la luz), jamás llegó a aceptar semejante posibilidad. Para ello era necesaria una verdadera Revolución científica no muy alejada de las revoluciones social o política que la sostuvieron.45

El siglo XVIII representó un avance de otra disciplinas fundamentales, como fueron la química o las ciencias biológicas, con no menos trabas conceptuales. Hasta que Lavoisier no dio el impulso definitivo a la nomenclatura sistemática y la cuantificación de la disciplina (1789),46 no se superaron extrañas teorías como la del flogisto, que querían conciliar los nuevos datos experimentales con las viejas concepciones alquímicas o derivadas del concepto de elemento clásico griego. Las sistematizaciones taxonómicas de Buffon o Linneo también fueron esenciales, pero hubo que esperar hasta mucho más tarde para desmentir teorías como la generación espontánea o integrar la microscopía que se venía desarrollando desde el siglo XVII (Leeuwenhoek). La secularización de la ciencia no llegó a producirse nunca del todo (como comprobó más tarde Darwin), pero al menos Laplace pudo atreverse a replicar a Napoleón, cuando éste le preguntó qué papel le reservaba a Dios en el Universo, que no había tenido necesidad de tal hipótesis.

Paralelamente se desarrolló el maquinismo de la primera revolución industrial (máquina de vapor de Thomas Newcomen 1705, de James Watt, 1774), pero sin que la ciencia tuviera mucho que ver en ello, puesto que los principios de la termodinámica se descubrieron por el desafío que suponía la nueva máquina, y no al contrario. Hubo de esperarse a la segunda revolución industrial para que la ciencia y la tecnología se retroalimentaran.

Las novedades económicas que el desarrollo del capitalismo comercial trajo consigo, provocó la aparición de la primera literatura económica, cuyos primeros testimonios fueron los mercantilistas españoles (Tomás de Mercado, Sancho de Moncada). La definición de una doctrina económica con pretensiones más científicas (que realmente no pasaba de ser un sencillo aparato matemático, que no rivalizaba con el de otras ciencias) debió esperar a la Fisiocracia de Quesnay (Tableau Economique, 1758), que, en oposición a la obsesión intervencionista del mercantilismo, propone la libertad económica (el laissez faire) y una simplificación fiscal, sobre la base de que es la tierra la única fuerza productiva. En 1776, el escocés Adam Smith da el certificado de nacimiento a la moderna economía con su libro La riqueza de las naciones, rápidamente divulgado por Jean Baptiste Say o Jovellanos, y que aún sigue siendo considerada como la Biblia del liberalismo económico.

La resistencia a los avances científicos fueron notables, y no provinieron únicamente del pensamiento reaccionario tradicional. China se mantuvo abierta durante un tiempo al intercambio cultural, aunque luego prefirió mantener el aislamiento, en lo que no tuvo tanta eficacia como Japón. Posiblemente en esa diferencia estribó la divergente trayectoria de uno y otro país a partir de la segunda mitad del siglo XIX: evitar o no las relaciones de dependencia parece retrospectivamente esencial para generar sociedades tecnológicamente desarrolladas. La minoría ilustrada y los zares reformistas de Rusia anhelaban la modernización y el acercamiento a una Europa occidental que veía idealizadamente como una contrafigura de su atraso. Si Ámsterdam permitía una excepcional libertad de pensamiento y prensa, también lo hacía Venecia. Las universidades protestantes no eran menos escleróticas que las católicas frente a las innovaciones. En Europa el despotismo ilustrado fue muy receptivo a toda clase de ciencias, mientras que en la República que él mismo había contribuido a traer, Lavoisier fue guillotinado al grito funesto de La revolution n'a pas besoin de savants (La revolución no necesita sabios). En América, las nuevas repúblicas recurrieron a la ciencia y la educación popular como un mecanismo para la construcción de sus naciones, en especial los Estados Unidos, que un siglo después desplazaría a las europeas como potencia mundial dominante.

La alfabetización fue en todo el mundo un recurso esencial para ello: desde la imprenta de Gutemberg hasta los medios de comunicación de masas, si un objeto puede simbolizar la Edad Moderna, es la terrible potencia transformadora de un trozo de papel con un mensaje escrito. No obstante, incluso bien entrada la Edad Contemporánea, en la mayor parte del mundo la capacidad de descifrar su significado seguía estando reservado a las capas sociales superiores, más numerosas que en la Edad Media, pero que condenaban a los menos favorecidos a la ignorancia de la cultura escrita y a las limitaciones de la (por otra parte riquísima) cultura tradicional oral.